Carlos se levantó frente a la mesa destinada al estudio y desde la cual el
libro de anatomía le observaba, para desatarse el cordón del pantalón deportivo
que llevaba puesto y así, seguidamente, bajarse los mismos, como hiciese a
continuación con sus ceñidos bóxers de estampado diseño, hasta colocar ambos en
sus tobillos y terminar deshaciéndose de los mismos. El aparato reproductor
masculino esquematizado en las páginas de su libro de estudios tenía ahora
frente a sí los genitales de Carlos, más reales y sobre todo más estimulados,
con un sin circuncidar pene en erección que lograba alcanzar los diecisiete
centímetros en estados, como aquél, de pleno apogeo viril.
Carlos miró en derredor del libro intentando atisbar por los rincones de la
mesa aquel objeto con el que no sólo jugaría, sino que utilizaría además para
desvirgar el interior de su verga. Dirigiendo su mirada hacia el lapicero
repostado en los confines fronterizos del escritorio con la pared oriental del
cuarto, descubrió un sinfín de candidatos firmes y apropiados para tal fin
sexual, eligiendo por su propio voto unánime un lápiz de punta redondeada y
tonalidad bermellón que contrastaba con el lacado amarillento atravesado por
firmes franjas azabaches, paralelas a la misma mina que permitía al instrumento
ejecutar la principal tarea para la que le habían destinado, desconocedor del
nuevo uso al que ahora Carlos le iba a someter.
Sabía, como el diligente y aplicado estudiante de medicina en que se estaba
convirtiendo, que toda limpieza es poca a la hora de actuar con cualquier punto
interno del cuerpo humano, por lo que, cogiendo el lápiz entre los dedos de su
mano derecha, vestido sólo con su camiseta deportiva y la sudadera
universitaria estrenada aquel invierno, con su pene balanceándose erecto entre
sus desnudas piernas mientras andaba, se dirigió al baño con que contaba aquel
cuarto de estudiantes para lavar con abundante agua el útil de escritura,
después de haberlo sometido a un ligero baño en alcohol, guardado éste en un
frasco depositado a su vez en el armario del aseo en que Jaime lo metió tras
haberlo adquirido durante el periodo en que el compañero de habitación se curaba
la perforación que había permitido realizarse en el labio superior, fruto de su
deseo por lucir en esta zona de su anatomía un piercing.
Con el lápiz lavado y desinfectado, y la mente ocupada en la amalgama de
pensamientos lascivos que en relación al ejercicio a que iba a someter su pene
galopaban por su imaginación, Carlos salió del aseo y se sentó en el borde de
su cama opuesto a la pared y cercano a la cama de Jaime, del que le separaba un
estrecho pasillo culminado con una mesilla compartida. Abriendo sus piernas,
los testículos rozaron la colcha que cubría el lecho mientras que su verga se
mantenía plenamente erguida, cual mástil destinado a viajar en pro de las
sensaciones sexuales más arriesgadas y excitantes.
Alcanzando con su mano izquierda el cajón de la mesilla donde guarda, entre
su ropa interior, algunos enseres y objeto personales, sacó un bote de crema de
manos algo aceitosa y tras dejar la tapadera junto a su muslo derecho, tomó con
su dedo índice la cantidad de crema que creyó oportuna para embadurnar el lápiz
escogido, esparciéndola después por aquél para finalmente con sus dedos ya
untados de la misma, mojarse los labios de su meato asegurando así la
lubricación del mismo, ya humedecido de por sí con el abundante líquido
preseminal que la verga de Carlos habitualmente expulsaba, excitada en momentos
tales como aquel que ahora estaba viviendo.
Carlos cogió el lápiz entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha,
agarrando con su zurda su erecto miembro viril, previamente descapullado y
dejando al aire un rosado y grueso glande, engrandecido y alcanzando sus cuotas
máximas de sensibilidad debido a lo morboso de la situación a la que sabía que
le iban a someter. La mente de Carlos viajó durante unos segundos a ese cuarto
donde su primo Bruno, esperando a ser operado, era atendido por aquella joven
enfermera que sometía el pene de su familiar a un sondaje profesional, aprisionado
entre sus manos mientras que con sus dedos abría las puertas del conducto
urinario para permitir que una sonda descubriese los secretos internos del
rendido miembro viril.
Alentado por las imágenes que ocupaban su cabeza, Carlos se decidió.
Abriendo su meato con los dedos de su mano izquierda, dirigió la cabeza colorada
del lápiz hacia la salida de su uretra, convertida ahora en entrada y acceso a
sus deseos más fetichistas. La misma sensación producida cuando acariciaba la
boca de su glande en anteriores sesiones masturbatorias volvió a invadirle,
llenándole de un placer morboso que recorría sus genitales y hacía estremecer
todo su cuerpo. El extremo del lápiz se disponía a inaugurar aquella
exploración de su pene, mientras que Carlos sentía cómo su verga parecía no
sólo dispuesta a tal reconocimiento, sino que ansiaba que desvelasen los
placeres que guardaba dentro de su carne. Sus ojos no se apartaban de la cabeza
de su polla y miró como arqueólogo que abre las puertas al tesoro más recóndito
ya encontrado, cómo la redondeada punta bermellón del lápiz comenzaba a
desaparecer entre los labios de su glande que, excitado como nunca antes lo
había estado, se hinchó más aún mientras que su verga parecía querer aumentar
su tamaño más allá de lo permitido, simulando tragarse aquel tramo de lápiz que
ya comenzaba a abrirse paso dentro de la uretra de Carlos.
Carlos sintió cómo el utensilio de madera comenzaba a rozar las paredes
internas de su uretra, mientras que la sangre se agolpaba dentro de su pene y
el calor de sus genitales alcanzaba cuotas insospechadas. Su respiración
comenzó a acelerarse a la par que su circulación aumentaba intentando expandir
por todo su cuerpo el resto de sangre que no había acudido hacia la verga.
Carlos siguió introduciendo lentamente el tronco del lápiz dentro de su pene,
viendo cómo las letras que decoraban el mismo empezaban a acortar la distancia
que les separaban de un excitado meato que simulaba querer tragarse todo aquel útil de escritura.
El lápiz empezaba a abrirse paso dentro de la verga, ayudado por la crema con
que Carlos lo había bañado, y que ahora, con más de un cuarto de lápiz dentro
de su carne, intentaba reponer con los dedos de su mano izquierda, mientras que
con la derecha sujetaba su erecta verga y la estaca que morbosamente parecía
haberse clavado allí mismo. Según iba adentrándose el que ahora se había
convertido en juguete por el trayecto de la uretra de Carlos, éste notaba cómo
el mismo, abriéndose paso dentro de su carne, engrosaba el cuerpo esponjoso
ubicado en la zona posterior de su verga que, agradecida por tal banquete,
donaba a Carlos sensaciones nunca antes alcanzadas y cuotas de morbosidad nunca
antes imaginadas.
Carlos dejó de mirar fijamente cómo los labios de su glande permitían que
el pene que coronaba fuese follado por el lacado lápiz, para dejarse invadir
por aquel sinfín de nuevas sensaciones que inundaban sus genitales y viajaban
por todos los rincones de su cuerpo, cerrando los ojos mientras que con su mano
izquierda sujetaba su erecto falo que seguía dejando entrar dentro de sí el
lápiz que con la derecha cogía y seguía introduciendo lenta pero no
pausadamente. Sus testículos sudaban mientras que sus piernas padecían un ligero
temblor que compaginaba con la relajación de su ano. Carlos cerró los ojos y se
dejó vencer por las sensaciones, olvidándose del mundo y centrándose
exclusivamente en lo único que ahora le importaba: meterse más y más el lápiz
dentro de su pene.
Las letras del lateral del lápiz ya habían prácticamente desaparecido
cuando Carlos oyó algo. Aturdido por el placer aquel ruido pareció despertarle
del sueño al que el mismo le había conducido, sin poder reaccionar a tiempo
ante la nueva situación que en aquel cuarto iba a vivirse. Jaime, su compañero,
acababa de llegar.
(Continuará...)
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