Aquel fin de semana de febrero presentaba una doble vertiente para Carlos.
Por un lado, la presión del último examen del primer semestre del curso, pero
por el lado contrario, la satisfacción de saber que después de la prueba a la
que se enfrentaría el lunes siguiente, esta tanda de estudios y el periodo de
exámenes terminaría. Era el primer año que cursaba estudios en la Universidad,
pero la carrera de Medicina que había escogido para orientarse hacia un futuro
trabajo estaba gustándole y dando buenos frutos. Algunas notas ya habían sido
publicadas y junto a su nombre figuraban gratos aprobados que compensaban
tantas horas sin dormir y tanto estudio consumado. Aquél sábado requería un
esfuerzo final tras semanas encerrado en su cuarto del Colegio Mayor, pero una
última prueba, la más dura de ese periodo, estaba por cumplir y no pondría
reparos a la hora de enfrentarse a ella.
Jaime, su compañero de habitación, había terminado sus exámenes el día
anterior y, deseoso de celebrar el final del periodo de pruebas había salido
para festejar con estudiantes y colegas universitarios la vuelta a la libertad
veinteañera. Tras varias semanas compartiendo santuario de estudios, Carlos se
quedaba sólo por una noche cual eremita que sacrifica su vida en pro de una
meta, sentado frente al libro de Anatomía que guardaba en su interior las armas
con las que luchar en la afronta que aquel decisivo lunes le plantearía la
asignatura de Anatomía General Avanzada.
Una lámina a todo color del aparato genital masculino se mostró ante los
ojos de Carlos cuando éste pasó la página. De perfil y diseccionada, la cintura
de un imaginario varón descubría todos sus secretos anatómicos localizados
entre el ombligo y el perineo, con un agraciado pene en flacidez colgando sobre
la bolsa escrotal abierta, acompañados del resto de órganos, conductos y
glándulas que componen el interior de este rincón inferior del torso viril. La
mirada de Carlos se posó en aquel miembro diseccionado y observó con atención
cómo, partiendo del extremo externo del pene, la uretra atravesaba aquel cuerpo
esponjoso donde se alojaba atravesando la cara posterior de la verga, para
introducirse en el interior del tronco y, tras ofrecer un tramo de similar
longitud al localizado en el pene externo, alcanzaba la vejiga.
Como tantas otras veces, la sola
visión de una uretra plasmada en un libro repleto de dibujos medicinales
aturdía momentáneamente a Carlos. Le ocurría desde que a su primo Bruno le
operasen hacía más de un año. Una tarde después de la intervención quirúrgica,
y ya en su domicilio, Bruno, que tenía la misma edad que Carlos, aprovechaba la
visita de su primo para, en la soledad de ambos encerrados en el dormitorio
donde aún se reponía de su paso por el hospital, narrarle cual cómplice que
desvela sus secretos más íntimos todos los detalles más escabrosos de la
operación, haciendo énfasis en el momento en que una enfermera, antes de
llevarle a quirófano, apareció en el cuarto donde le preparaban para el
operatorio con una sonda en la mano. Bruno siempre aprovechaba cuando se
quedaba a solas con Carlos para hablarle de las chicas con las que había
tonteado, pero en su evolución hormonal el hecho de que una mujer al parecer
bastante atractiva se presentase frente a él con semejante utensilio y, sin
reparos, le dijese que debía sondarle como medida preoperatoria, era toda una
experiencia para él más cercana a lo sexual que a lo estrictamente médico.
Bruno le relataba con detalle a Carlos cómo aquella licenciada, tras untar la
sonda con crema anestésica, cogía su pene con la mano izquierda y, una vez
descapullado y abriendo ligeramente los labios de su meato con los dedos pulgar
e índice, acercaba con su derecha la sonda a la boca de su glande para
introducirlo lentamente pero sin titubear a lo largo de toda su uretra. “Tengo
que introducirte esto por tu pene hasta la vejiga, para impedir que te orines
encima durante la intervención quirúrgica”, le había contestado aquella chica
cuando le preguntó ingenuo y desconcertado qué iba a hacer con aquel tubo de
plástico anaranjado con el que se había presentado frente a él. Y allí estaba
efectivamente inclinada frente al adolescente desnudo, ejecutando una tarea que
para él, lejos de considerarla una atención a los pacientes de índole algo
desagradable, consistía más bien en todo un acontecimiento más que erótico del
que después poder presumir ante jóvenes hambrientos como él de experiencias con
mujeres con las que apagar la sed de sexo que sus fantasías juveniles alentaban
sin tregua.
El relato de aquella embarazosa situación no dejaba de dar vueltas en la
cabeza de Carlos. Lejos de envidiar a su familiar por haber estado el miembro
viril de su coetáneo en manos de una enfermera, Carlos pensaba más bien en el
acto en sí, sorprendido por haber descubierto en palabras de su primo los
detalles de una técnica con la que, repentinamente, parecía responder a las
dudas que una tendencia nacida desde sus genitales le había venido planteando
tiempo atrás. Muchas veces, mientras se masturbaba, le había parecido sentir
deseos de alcanzar la estimulación no sólo a base de frotarse todo el exterior
de su erecto falo, sino que una cada vez más potente sensación le invitaba a
practicar una estimulación interna e intensa de su pene, sin entender muy bien
los motivos de esa tendencia ni cómo llegar a consumar la misma.
El relato de Bruno había abierto los ojos de Carlos y le ofrecía una
respuesta a las cuestiones onanistas que se había planteado tiempo atrás. La
visión de una uretra siendo sondada no sólo le agradaba e incluso le
estimulaba, sino que le incitaba a probar en sí mismo todo aquello que su primo
le había confesado. Sondar una verga se había revelado como la meta sexual que
en aquellos momentos quería alcanzar. Incluso sus deseos carnales habían
llegado a influirle de manera más o menos trascendental en su decisión
estudiantil y en la demarcación de sus pasos profesionales hacia la medicina.
En la carrera podría aprender y ampliar más conocimientos sobre lo que Bruno le
había relatado, e incluso podría llegar a vivirlo en persona a través de
prácticas doctorales que llegarían en sucesivos cursos.
Mirando aquella uretra dibujada en la página del libro de anatomía, a la
mente de Carlos volvían los relatos de Bruno y, como ocurría en cada ocasión en
que le habían hablado de la uretra durante las clases en la facultad, una
sensación que partía de su propio conducto urinario le embriagaba y le incitaba
a estimularse esta zona interna de su pene. Muchas veces había pensado en
llevarlo a cabo a lo largo de aquel año que separaba la tarde en que su primo
se confesó con él de ese periodo de exámenes en que se encontraba inmerso.
Mientras se acariciaba su polla, y tras chuparse el dedo índice de su mano
derecha, se palpaba la carnosidad que surgía entre los dedos de su mano
izquierda, que firmemente abrían, cual pinzas, los labios hendidos en su
glande. Así había ocurrido en un sinfín de ocasiones, pero nunca se había
atrevido a más. Tocarse aquella rajita rosada que coronaba su engrosado falo
había calmado hasta aquella noche sus deseos y sus ansias de estimulación
uretral, pero la aparición de la uretra dibujada en medio de la aparente
tranquilidad del cuarto estudiantil, cargado aún con la tensión acumulada en el
ambiente frente a la lucha por combatir los exámenes, convenció repentinamente
a Carlos para que fuese aquél el momento decisivo en que se atreviera a probar
lo que tanto había deseado.
(Continuará...)
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