No había mayor placer en las tardes de invierno para Paulo que saborear la
calma que le brindaba tras un temprano anochecer una cita con el sofá de
aterciopelado tapizado bermellón, ubicado frente a la chimenea de leña que
centraba la estancia principal del chalet de montaña al que acudía, cada vez
que podía y aprovechando la herencia familiar, en las frías jornadas que daban
relevo a la inauguración del nuevo año. El tiempo parecía detenerse y el mundo
entero desvanecerse conservándose únicamente en la inmensidad del universo
aquel sofá orejero, la chimenea encendida cuyas ascuas ardientes competían en
rojizo color con el cómodo asiento, y la mesita que junto al mueble aportaba su
labor sosteniendo cada tarde que allí Paulo se alejaba del día a día, una taza
de té verde endulzado con dos terrones de blanca azúcar, y un libro
cuidadosamente escogido de entre los varios cientos que ya conformaban su
colección particular.
Triunfaba mayoritariamente la novela decimonónica entre aquellas obras
seleccionadas por Paulo que viajaban con él hasta aquel enclave erigido como
lugar de escapada o auténtico santuario eremita los días que su profesión le
permitía disfrutar. Sin embargo, en aquella última huída al antagonismo de lo
urbano ninguna edición había sido incluida entre los componentes de su
equipaje, debido más a la rapidez con que había realizado el mismo, que a un
impensable rechazo por parte de Paulo de disfrutar de una buena labor
literaria.
Sentado nuevamente en su apreciado escaño, con la chimenea ya en pleno uso
tras haber sido encendida nada más alcanzar su destino con los últimos rayos de
luz despidiéndose de las horas de sol de aquel viernes de enero, Paulo se
dispuso a disfrutar del que consideraba el mayor de los placeres, al que había
acudido nada más recibir noticias de los amigos con los que esperaba disfrutar
en la ciudad de un fin de semana de quehaceres ininterrumpidos y diversiones
varias. A Paulo le hubiera gustado poder compartir aquellos dos días de
descanso entre colegas, pero una inesperada avería fortuita en el vehículo con
que los mismos iban a borrar la distancia que les separaba del hogar habitual
de Paulo había truncado los planes en un último momento. No tenía por qué, sin
embargo, perderse en la nada ese par de jornadas de asueto, y Paulo quiso
aprovecharlas para gozar de una nueva escapada en solitario a su refugio de
montaña.
El té verde se enfriaba poco a poco entre las yemas de los dedos de Paulo.
Éste, asiendo la taza entre sus manos, observaba mientras tanto ligeramente
somnoliento, las llamas que arropaban y consumían los leños que componían
aquella lumbre convertida en esos momentos en su particular hogar. Se sentía
ligeramente extenuado por el movimiento laboral que lo había mecido bajo su
merced los días previos, pero aunque el cansancio hacía presa de él, Paulo
quiso aprovechar las últimas horas del día para saborear la lectura que, tras
beber el té ya inexistente que momentos previos había abarcado el interior del
vaso que salvaguardaba entre sus dedos, le brindaría la última novela adquirida
en una de las más recientes sesiones del mercadillo de oportunidades que cada
semana levantaban a poca distancia de su domicilio.
Paulo, depositada la ya en desuso cerámica sobre la mesita que hacía
compaña de él, se percató en su vuelta a la realidad del olvido en que había
caído horas antes y que conllevaba la carencia de novela con que llenar
aquellos momentos tardíos que le separaban del final completo del día.
Momentáneamente le invadió un sentimiento de desazón, pero pronto una idea
surgió en su mente señalándole un nuevo divertimento con que llenar aquel
paréntesis de solitaria quietud. Hacía varios días que no mantenía relaciones
sexuales completas. Creía firmemente que la aventura que se prometía ajetreada
con sus colegas aquellas inmediatas jornadas le permitirían, entre copa y copa,
conocer a alguien con quien poder satisfacer sus instintos más naturales. Un
giro del destino había querido privarle de semejante goce, pero no por ello
había razón para renunciar a sus deseos y ganas de obtener el placer más
masculino, aunque fuese haciendo uso del vicio más onanista.
Paulo comenzó a bajarse hasta los tobillos los pantalones que cubrían sus
miembros inferiores, sintiendo cómo la fogosa calidez que partía de la cercana
fogata acariciaba sus peludas piernas. Acordó consigo mismo deshacerse por
completo de todo género textil, así como de zapatillas, calcetines y,
finalmente, ropa interior, para así, libre de atuendos que escondiesen la mitad
inferior de su cuerpo, entregarse a las maniobras masturbatorias más
placenteras sin que nada le molestase, ni hubiera hora de finalización u
obligaciones varias que le impidieran abandonarse al onanismo de las más
completa de las maneras.
Se podía considerar que el pene de Paulo era grande. No excesivamente
largo, ni grueso, pero sabía que superaba la media que al parecer establecían
los falos de los varones que compartían nacionalidad con él. Masajeándose su
miembro más viril con la mano derecha en un archiconocido vaivén ejercido a lo
largo del tronco de su verga, el genital de Paulo no tardó en crecer y aumentar
hasta alcanzar su mayor esplendor constitucional, dejando por cubrir un rosado
glande que coronaba aquel apéndice sexual.
Una gota de líquido preseminal comenzó a emerger de entre los labios que
conformaban el meato uretral de Paulo. Paulo sabía que este flujo surtido desde
el interior de su bajo vientre presentaba un característico sabor dulzón que en
muchas ocasiones había gustado de deleitar. Aquella vez no iba a ser distinto,
y recogiendo con el dedo índice de su mano izquierda el néctar que brotaba de
su falo, lamió la embadurnada yema mientras observaba con atención el rosado
tono que adquiría la abertura de su pene, según aumentaba la estimulación del
mismo.
Con el dulzor de su propio jugo preseminal aún invadiendo su boca, Paulo
llevó nuevamente su zurdo dedo índice a la boca de su cárnico capullo para
acariciar suavemente primero y llamar sigilosamente después a la puerta de su
uretra. El sentido del tacto se disparó en su ser, mientras palpaba con su
apéndice dáctil la jugosidad del interior de su fosa navicular, y le embargaba
el placer que el conducto urinario hacía escapar mientras se sabía invadido en
su intimidad.
A Paulo aquella sensación, lejos de desagradarle, le embriagaba. Hacía
muchos años ya que conocía del placer resultante de estimular su uretra desde
que, en aquel mismo lugar y en plena adolescencia, decidiera valientemente y
respondiendo a su joven curiosidad introducirse poco a poco un pequeño brote
floral que una tarde veraniega tomó de los alrededores de la cabaña en el
interior del tubo que atravesaba su pene. Aquello fue el comienzo de una larga
carrera de juegos uretrales donde el juguete había variado con el paso de los
años, mientras que las sensaciones y el gozo se habían desarrollado in
crescendo.
Paulo recordó de pronto que el último producto adquirido con la idea de
estimular el interior de su falo permanecía guardado dentro de uno de los
bolsillos internos de su maleta. Había utilizado este útil de viaje como
portador del equipaje del cual hizo uso en una nada lejana escapada a la
capital de los Países Bajos, donde quiso comprar, nada más verlo presentado en
una de las baldas vítreas de una de las muchas vitrinas que amueblaban una de las
tiendas eróticas que había querido visitar en aquel país, un juego de
dilatadores uretrales del tipo Hegar calibrados entre los número 1 y 10, y
fabricados con acero médico de la más alta calidad. Hasta aquella fecha no
había surgido el momento oportuno para rescatar su nuevo juguete del apartado
de su maleta donde aún permanecía esperando ser rescatado, listo para ofrecer a
su nuevo dueño los servicios para los que había sido destinado. Aquella tarde,
pensó Paulo, en que el gozo de la lectura se había visto interrumpido por el
olvido del tomo literario con que ejecutarlo, se le brindaba una oportunidad
ideal para saborear otro gozo mucho menos abstracto y sí más carnal y terrenal.
Era el momento idóneo para disfrutar de una buena sesión de sounding de invierno.
(Continuará...)
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