Sounding o el arte de meterse cosas por la polla

Sounding o el arte de meterse cosas por la polla

viernes, 7 de febrero de 2014

Sounding relatos: Tarde invernal (Sounding de invierno); Parte 1



No había mayor placer en las tardes de invierno para Paulo que saborear la calma que le brindaba tras un temprano anochecer una cita con el sofá de aterciopelado tapizado bermellón, ubicado frente a la chimenea de leña que centraba la estancia principal del chalet de montaña al que acudía, cada vez que podía y aprovechando la herencia familiar, en las frías jornadas que daban relevo a la inauguración del nuevo año. El tiempo parecía detenerse y el mundo entero desvanecerse conservándose únicamente en la inmensidad del universo aquel sofá orejero, la chimenea encendida cuyas ascuas ardientes competían en rojizo color con el cómodo asiento, y la mesita que junto al mueble aportaba su labor sosteniendo cada tarde que allí Paulo se alejaba del día a día, una taza de té verde endulzado con dos terrones de blanca azúcar, y un libro cuidadosamente escogido de entre los varios cientos que ya conformaban su colección particular.

Triunfaba mayoritariamente la novela decimonónica entre aquellas obras seleccionadas por Paulo que viajaban con él hasta aquel enclave erigido como lugar de escapada o auténtico santuario eremita los días que su profesión le permitía disfrutar. Sin embargo, en aquella última huída al antagonismo de lo urbano ninguna edición había sido incluida entre los componentes de su equipaje, debido más a la rapidez con que había realizado el mismo, que a un impensable rechazo por parte de Paulo de disfrutar de una buena labor literaria.

Sentado nuevamente en su apreciado escaño, con la chimenea ya en pleno uso tras haber sido encendida nada más alcanzar su destino con los últimos rayos de luz despidiéndose de las horas de sol de aquel viernes de enero, Paulo se dispuso a disfrutar del que consideraba el mayor de los placeres, al que había acudido nada más recibir noticias de los amigos con los que esperaba disfrutar en la ciudad de un fin de semana de quehaceres ininterrumpidos y diversiones varias. A Paulo le hubiera gustado poder compartir aquellos dos días de descanso entre colegas, pero una inesperada avería fortuita en el vehículo con que los mismos iban a borrar la distancia que les separaba del hogar habitual de Paulo había truncado los planes en un último momento. No tenía por qué, sin embargo, perderse en la nada ese par de jornadas de asueto, y Paulo quiso aprovecharlas para gozar de una nueva escapada en solitario a su refugio de montaña.

El té verde se enfriaba poco a poco entre las yemas de los dedos de Paulo. Éste, asiendo la taza entre sus manos, observaba mientras tanto ligeramente somnoliento, las llamas que arropaban y consumían los leños que componían aquella lumbre convertida en esos momentos en su particular hogar. Se sentía ligeramente extenuado por el movimiento laboral que lo había mecido bajo su merced los días previos, pero aunque el cansancio hacía presa de él, Paulo quiso aprovechar las últimas horas del día para saborear la lectura que, tras beber el té ya inexistente que momentos previos había abarcado el interior del vaso que salvaguardaba entre sus dedos, le brindaría la última novela adquirida en una de las más recientes sesiones del mercadillo de oportunidades que cada semana levantaban a poca distancia de su domicilio.

Paulo, depositada la ya en desuso cerámica sobre la mesita que hacía compaña de él, se percató en su vuelta a la realidad del olvido en que había caído horas antes y que conllevaba la carencia de novela con que llenar aquellos momentos tardíos que le separaban del final completo del día. Momentáneamente le invadió un sentimiento de desazón, pero pronto una idea surgió en su mente señalándole un nuevo divertimento con que llenar aquel paréntesis de solitaria quietud. Hacía varios días que no mantenía relaciones sexuales completas. Creía firmemente que la aventura que se prometía ajetreada con sus colegas aquellas inmediatas jornadas le permitirían, entre copa y copa, conocer a alguien con quien poder satisfacer sus instintos más naturales. Un giro del destino había querido privarle de semejante goce, pero no por ello había razón para renunciar a sus deseos y ganas de obtener el placer más masculino, aunque fuese haciendo uso del vicio más onanista.

Paulo comenzó a bajarse hasta los tobillos los pantalones que cubrían sus miembros inferiores, sintiendo cómo la fogosa calidez que partía de la cercana fogata acariciaba sus peludas piernas. Acordó consigo mismo deshacerse por completo de todo género textil, así como de zapatillas, calcetines y, finalmente, ropa interior, para así, libre de atuendos que escondiesen la mitad inferior de su cuerpo, entregarse a las maniobras masturbatorias más placenteras sin que nada le molestase, ni hubiera hora de finalización u obligaciones varias que le impidieran abandonarse al onanismo de las más completa de las maneras.

Se podía considerar que el pene de Paulo era grande. No excesivamente largo, ni grueso, pero sabía que superaba la media que al parecer establecían los falos de los varones que compartían nacionalidad con él. Masajeándose su miembro más viril con la mano derecha en un archiconocido vaivén ejercido a lo largo del tronco de su verga, el genital de Paulo no tardó en crecer y aumentar hasta alcanzar su mayor esplendor constitucional, dejando por cubrir un rosado glande que coronaba aquel apéndice sexual.

Una gota de líquido preseminal comenzó a emerger de entre los labios que conformaban el meato uretral de Paulo. Paulo sabía que este flujo surtido desde el interior de su bajo vientre presentaba un característico sabor dulzón que en muchas ocasiones había gustado de deleitar. Aquella vez no iba a ser distinto, y recogiendo con el dedo índice de su mano izquierda el néctar que brotaba de su falo, lamió la embadurnada yema mientras observaba con atención el rosado tono que adquiría la abertura de su pene, según aumentaba la estimulación del mismo.

Con el dulzor de su propio jugo preseminal aún invadiendo su boca, Paulo llevó nuevamente su zurdo dedo índice a la boca de su cárnico capullo para acariciar suavemente primero y llamar sigilosamente después a la puerta de su uretra. El sentido del tacto se disparó en su ser, mientras palpaba con su apéndice dáctil la jugosidad del interior de su fosa navicular, y le embargaba el placer que el conducto urinario hacía escapar mientras se sabía invadido en su intimidad.

A Paulo aquella sensación, lejos de desagradarle, le embriagaba. Hacía muchos años ya que conocía del placer resultante de estimular su uretra desde que, en aquel mismo lugar y en plena adolescencia, decidiera valientemente y respondiendo a su joven curiosidad introducirse poco a poco un pequeño brote floral que una tarde veraniega tomó de los alrededores de la cabaña en el interior del tubo que atravesaba su pene. Aquello fue el comienzo de una larga carrera de juegos uretrales donde el juguete había variado con el paso de los años, mientras que las sensaciones y el gozo se habían desarrollado in crescendo.

Paulo recordó de pronto que el último producto adquirido con la idea de estimular el interior de su falo permanecía guardado dentro de uno de los bolsillos internos de su maleta. Había utilizado este útil de viaje como portador del equipaje del cual hizo uso en una nada lejana escapada a la capital de los Países Bajos, donde quiso comprar, nada más verlo presentado en una de las baldas vítreas de una de las muchas vitrinas que amueblaban una de las tiendas eróticas que había querido visitar en aquel país, un juego de dilatadores uretrales del tipo Hegar calibrados entre los número 1 y 10, y fabricados con acero médico de la más alta calidad. Hasta aquella fecha no había surgido el momento oportuno para rescatar su nuevo juguete del apartado de su maleta donde aún permanecía esperando ser rescatado, listo para ofrecer a su nuevo dueño los servicios para los que había sido destinado. Aquella tarde, pensó Paulo, en que el gozo de la lectura se había visto interrumpido por el olvido del tomo literario con que ejecutarlo, se le brindaba una oportunidad ideal para saborear otro gozo mucho menos abstracto y sí más carnal y terrenal. Era el momento idóneo para disfrutar de una buena sesión de sounding de invierno.

(Continuará...)

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