Cada día se le hacía más interminable. Cada vez que José tenía que coger el
autobús que le llevaba desde la gran capital del país a la ciudad de provincias
de la que era natural y donde aún mantenía su empadronamiento y residencia
habitual en el domicilio familiar y casa de sus padres, el viaje se convertía
en un arduo examen que ponía a prueba su paciencia. Más de cuatro horas
separaban el punto de partida y localidad donde José intentaba finiquitar sus
estudios universitarios, de aquel destino del que un día salió en pro de una
ilustración más acorde a sus expectativas laborales, y al que acordó regresar
durante los dos días que componían un fin de semana por mes, cumpliéndose así a
comienzos de la carrera pero convirtiéndose la asiduidad en una vez al
trimestre, disminuyendo el número de visitas al hogar según aumentaba y se
afianzaba su compenetración con la vida de la gran ciudad.
En más de cuatro horas de camino, con apenas quince minutos de descanso a
mitad del trayecto, utilizado éste como parada brindada a aquellos viajeros que
se debían de apear y donde tomaban asiento otros nuevos clientes, José tenía
tiempo de repasar apuntes de clase, ordenar su agenda física y mental, echar
alguna cabezada pero sobre todo, aburrirse en general y especialmente durante
las dos últimas horas de trayecto, tras dejar atrás del punto de intercambio de
pasajeros y enclave de descanso.
Aquel viernes de comienzos de diciembre al sopor que provocaba la extrema
quietud reinante en el autobús se le sumaba la serenidad de una tarde otoñal
que anticipaba la llegada de la más fría de las estaciones, aquélla que, días
previos a las festividades navideñas, se vería inaugurada oficialmente. Justamente
la idea de José era no regresar a casa hasta las vacaciones de final de año,
pero necesitaba recoger antiguos apuntes necesarios para enfrentarse a la
siguiente evaluación y que, en su anterior vuelta al hogar, había quedado
olvidados sobre la que antaño fuera su mesa de estudio. Tras la descarga de pasajeros a mitad de camino, el autobús retomó su ruta
habiendo quedado prácticamente vacío. Apenas una docena de personas ocupaban
parte de los asientos que conformaban las primeras filas que de los mismos
aparecían nada más subir al interior del vehículo. La mitad trasera del coche
de línea permanecía totalmente desocupada, por lo que José aprovechó para
mudarse a esta zona final, deseando que la serenidad absoluta le concediera
poder sumirse en una nueva siesta que le ayudase a sentir más corto el tramo de
trayecto que aún faltaba por cumplimentar.
La mudanza de asiento, sin embargo, despabiló más aún a José, ya de por sí
aburrido pero poco aletargado. Comenzó su mente entonces a volar posándose, sin
saber por qué, en ciertos recuerdos de adolescencia relacionados con otros
muchos viajes en los que, sentado también en los asientos traseros del autobús
escolar, había realizado cuando era menester que así fuese para poder acudir
día tras día al instituto donde estuvo matriculado durante seis intensos años
de su joven vida. Anales que acogió siendo aún un niño y que cumplió
prácticamente como adulto o, al menos, mayor de edad. Años en los que descubrió
la sexualidad y en que percibió su tendencia homosexual, atisbada justamente a
raíz de hechos ocurridos en el autobús y entre colegas de clase que, para
amenizar los viajes de regreso al hogar, solían airear sus vergas en la
complicidad de aquella zona del vehículo, atreviéndose incluso alguno de ellos
a sacudírsela de más, alcanzando en algún momento concreto otro compañero el
orgasmo y su correspondiente eyaculación, entre vítores de colegas y tímida y
secreta admiración de algunos, entre los que él se encontraba.
Aquélla fue la primera ocasión en que José vio eyacular a otro varón. Desde
entonces, todo y nada había cambiado. Los años de instituto pasaron al recuerdo
pero los deseos de ver más vergas, eyaculando o no, habían ido a más, aspirando
con el tiempo a tocarlos, después a lamerlos, hasta terminar ansiando jugar
plenamente con ellos y con sus dueños cada vez que un calentón se apoderaba de
él y tenía ocasión. La noche anterior esas mismas pretensiones se habían apoderado de José,
pero debiendo viajar al día siguiente había preferido no acudir, como en otras
ocasiones similares, a parques conocidos entre hombres como él, ni a ciertos
locales donde entretenerse en muchas otras lides diferentes a la toma de baños
bajo las cuales se disfrazaba la esencia principal del local, y a donde poder acudir
cuando las inclemencias del tiempo así lo aconsejaban. Conectado a internet y
registrado en un conocido chat, había encontrado un joven de similares
características físicas y edad que, como él, deseaba descargar frente a la cam
frente a otro varón la semilla que llenaba sus testículos desde varias jornadas
atrás. Sin embargo la velada dio para algo más. Morboso como pocos de los que
había conocido con anterioridad, el chaval con el que conectó antes de irse a
dormir le había abierto las puertas de un mundo desconocido hasta ese momento
para él, basado en una técnica de masturbación que se le presentó como curiosa
y se reveló como lujuriosa, basada en la introducción de objetos dentro de la
uretra, jugando con los mismos practicando lo que, según aprendió, era conocido
por su nomenclatura inglesa: sounding.
Rememorando las imágenes que habían llenado la pantalla de su PC la noche
anterior, con el pene del contrario empalado por un bolígrafo que el sujeto al
que acababa de conocer se introducía mientras gemía ligeramente de placer, una
erección trajo consigo la hinchazón de la verga de José y el abultamiento de su
entrepierna. Si ya el recuerdo de las pajas de instituto la había animado
libidinosamente, la sesión de masturbación de la noche previa había logrado que
alcanzase el estado ideal para retornar a una nueva sesión de onanismo. Sin
darse cuenta su mano derecha ya había empezado a masajear el bulto que presidía
la parte central de sus pantalones. Aún quedaba hora y media de camino y nadie
más subiría al vehículo ni le molestaría en aquel rincón del autobús. De
pronto, José se dio cuenta que tenía ante sus manos la mejor manera de romper
con el aburrimiento habitual de semejantes viajes y que hoy también había
querido apoderarse de él.
Lentamente, para que ningún pasajero de delante pudiera darse cuenta, José,
sentado junto a la ventana izquierda de la penúltima fila de asientos del coche
de línea, descorrió su cinturón y desabrochó los botones que lacraban su
pantalón, abriéndose después la parte superior del mismo para dejar escapar,
por la línea superior de sus bóxers, sus genitales capitaneados por una erguida
verga mojada y semidescapullada como respuesta al calentón sexual en que estaba
sumido su dueño. Con suavidad José cogió entre los dedos pulgar e índice de su mano derecha
el prepucio que aún intentaba cobijar el rosado glande que coronaba inflamado
su cipote, mientras que por la abertura de éste escupía cual lava que discurre
de entre las grietas de un volcán encendido y previa a la erupción, cristalinos
borbotones de líquido preseminal. Sabía que el jugo contaba con un dulce sabor,
catado por su mismo fabricante en múltiples ocasiones en que José había querido
saborear su propio lubricante natural. En esta ocasión surgieron nuevos deseos
de probar el néctar que parecía querer derrochar su verga, y acercando el dedo
índice de su mano izquierda pasó el mismo a lo largo de todo su meato. Mientras
se llevaba el dedo a la boca observó con detenimiento los labios de aquella
abertura que se trazaba en la cúspide de su miembro viril. Volviendo a su mente
una vez más los recuerdos de la noche anterior, la imagen del meato que aquel
semejante a él quiso mostrarle en directo vía webcam mientras separaba las
comisuras del mismo con las yemas de sus dedos e iba introduciendo, lentamente
pero sin pausa, la totalidad de un bolígrafo de traslúcida carcasa y cartucho
de negra tinta en su interior, llenó su imaginación. Nunca había experimentado
un morbo como aquél y, cual chispa que se enciende en el momento menos
esperado, una idea surgió repentinamente en su mente. José pensó que también él
podía probar a sentir cómo un objeto penetraba en el interior de su pene,
follándose su polla con él tal y como le había mostrado el chico de la jornada
previa.
Tenía José junto a él la mochila donde guardaba diversos apuntes y material
escolar entre los que se encontraban varios bolígrafos y un lápiz. Apenas había
usado este último en lo que llevaba de curso y el mismo conservaba su lacado
azul original en perfecto estado culminado, en el extremo contrario a aquélla zona
descarnada por el afilalápices, con un tono rojizo que cubría la redondez de
esta terminación. José pensó que el lápiz, semivirgen en sus quehaceres como
ayudante de escritura, sería un candidato ideal para desvirgar el interior de
su uretra, la cual parecía ansiar que llegara el momento en que practicar este
nuevo juego con ella, sintiéndola más sensible que en otras ocasiones. José soltó su erecta verga para
buscar en el interior de su mochila el lápiz que, completamente seguro de ello,
debía estar guardado en el interior del macuto. No tardó en dar con él tras
revisar el bolsillo delantero de la bolsa, agarrándolo entre sus labios nada
más asirlo mientras que con ambas manos despejadas cerraba de nuevo los
compartimentos de la mochila. Volviendo a coger su verga con la mano derecha,
agarró con la izquierda el lápiz tras haber aprovechado que el mismo se hallaba
encerrado entre las comisuras de su boca para lamer el mismo, lavándolo y
embadurnándolo de saliva, repitiendo las mismas pautas que la noche pasada había
visto realizar.
José acercó el borde inferior del lápiz a los labios de su meato uretral.
Abriendo el mismo con las yemas de sus dedos, mientras que con la mano
contraria sostenía el útil de escritura que deseaba convertir en juguete
erótico con que desvirgar el interior de su erecto falo, el tono rosado de la
punta superior del pene compaginaba con el color rojizo que brillaba desde la
capa de pintura que culminaba el lápiz. Tanteando la zona, pendiente y atento a
todas las nuevas sensaciones que el juego al que se estaba sometiendo
comenzaban a producir en él, José comenzó a rozar con el lacado madero los
bordes externos de su conducto urinario, pasando después poco a poco a alternar
el contacto con la primera zona interior del mismo, hasta terminar introduciendo
la franja colorada por completo dentro de su anatomía genital.
Un pequeño estado de confusión se apoderó de José, acaecido por el cúmulo
de sensaciones contradictorias que le invadían por momentos y que aumentaban
según el lápiz iba abriéndose camino dentro de su verga, más excitada de lo que
nunca antes lo había estado. Cierto escozor y picor hacían saltar las alarmas
inconscientes de su mente. Sin embargo, el morbo se adueñaba paso a paso de él
y una cada vez más inmensa sensación de placer le inducían a continuar en su
labor, desvirgando cada vez mayor tramo de su uretra. Los labios de su meato se
veían ahora abiertos por completo sin necesidad de proceder a la apertura del
conducto con los dedos, según engullía con ganas el lápiz convertido en sonda.
El placer aumentaba más y más y José, agarrando con su mano izquierda la mitad
del lápiz que aún no había entrado en su verga, cogiendo con la contraria el
falo por la base del mismo, se desplomó sobre el respaldo de su asiento,
cerrando los ojos y permitiendo que el gusto le invadiese por completo. Jamás
había sentido nada parecido ni había alcanzado a disfrutar de tal cúmulo de
sensaciones varias. Intuitivamente, su mano derecha partió de la base de su
pene para comenzar a masturbar el mismo mientras que con la izquierda impedía
que el lápiz saliera del interior de su polla. No lograba meterlo más adentro,
pero tampoco quería dejar que saliera ni un ápice del tramo que había logrado
introducir en su interior. Poco a poco, el frote comenzó a acelerarse. Apenas
unos segundos después José notó que la eyaculación era inminente. El semen
comenzó a recorrer a toda velocidad los conductos internos de su región
genital, asomando las primeras gotas de blanca lefa por el escaso espacio que
el lápiz dejaba libre entre los bordes externos de su meato uretral.
Rápidamente sacó tal juguete del interior de su falo, mientras que, aún pajeando
con ganas su hinchada verga, el resto de la eyaculación, libre ahora de todo
obstáculo que taponara el conducto urinario en su tramo final, brotaba
disparada en espesos chorros de blancura y espesor de considerable calidad con
tal fuerza que lograban alcanzar la tapicería que remataba la parte trasera del
asiento delantero, cayendo después, como las gotas de agua que resbalaban por
los cristales de las ventanas del autobús, el néctar masculino que José había
generado tanto por el tronco de su cipote como por la pared que el sillón de
delante parecía formar y oponerse frente a él.
Con el lápiz aún cogido por su mano izquierda, y la mano derecha posada
sobre su diestro muslo descansando después de haber ejecutado tan onanista
misión, José descansó unos segundos sin variar su pose saboreando aún las
sensaciones que poco a poco iban comenzando a desaparecer pero que le habían
cubierto de placer hasta límites poco conocidos para él. Sin duda, su primera
sesión de sounding había culminado de manera espectacular alcanzando goces que
no había disfrutado con anterioridad. Le había gustado. Le había gustado mucho
y sabía que lo repetiría. No sabía cuándo ni dónde, pero si sabía que lo
volvería a hacer, igual que sabía algo más: había encontrado la manera ideal de
hacer más ameno el viaje. El largo viaje de vuelta ya no tendría por qué ser
aburrido nunca más.
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